Lina, como la misma Helena Petrovna, lo encontraban muy natural.
Sacha, sin decir nada a su hermana, fué a la iglesia a ver el icono, y quedó persuadido de que Lina tenía razóu: la semejanza era real. Pero no pensó en ello mucho tiempo, pues se dijo, con esa rectitud de los niños puros: «Todas las madres son santas. Mas en aquellos días memorables conoció lo que su madre había aprendido hacía mucho tiempo: el miedo a perder un ser querido, la angustia de esperar, la solidez de los lazos de la sangre.
Los que vivieron antes que él predestináronlo a sobrellevar sobre sus hombros juveniles todo el peso del sufrimiento humano y a iluminar las tinieblas crueles de la vida con la luz trágica de sus propios pesares. La vida no acepta más sacrificios que los que provienen de un corazón puro y triste, donde ha prendido la amarga semilla del dolor.
Así vivían los tres, exteriormente tranquilos y alegres, confiando en la duración de su felicidad.
Los niños recibían la visita de muchos otros chicos que se sentían muy a gusto en aquella casa tan bella. Había algunos que venían sólo con el objeto de admirar aquella belleza, y se estaban allí veladas enteras, silenciosos, en cualquier rincón. Sacha se burlaba ligeramente de ellos, y cuando hablaba con su madre le aseguraba que eran muchachos muy inteligentes y que sabían hablar muy bien.
—¿Por qué se callan entonces?—decía indignada Helena Petrovna, quien, como Lina, tenía entre los colegiales amigos y enemigos.