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momentos de un horror indecible. No fué, como tenía por costumbre todas las mañanas, a saludarla a la cama; la esperó, conteniendo los sollozos que desgarraban su corazón, sentada a la mesa. Cuando Helena Petrovna entró, le entregó el periódico sin darle siquiera los buenos días.

Helena Petrovna miró a su hija, después el periódico; luego, con manos temblorosas, se puso apresuradamente las gafas y, moviendo su cabeza cana, recorrió con los ojos las líneas impresas sin poder distinguir nada. Al fin encontró la noticia, la leyó, se quitó las gafas sin prisa y fijó atentamente en Lina la mirada.

—No es nuestro Sacha... Cálmate, no llores; ¡te digo que éste no es nuestro Sacha!

Pero Lina no podía contener los sollozos. Cayó de rodillas ante su madre, ocultó su rostro en el vestido negro de la anciana y exclamó:

—¿Cómo puedes saberlo tú? ¡Oh, madrecita mía, yo no puedo más! ¡Me voy a morir! ¡Me voy a mo rir!... ¿Por qué crees que no es él?...

Helena Petrovna lloraba en silencio, no por ella, sino por Lina, y trataba de calmarla.

—¡Cálmate, hija mía! Ese no es nuestro Sacha.

¡Yo sé bien lo que me digo!

Lina se pasó llorando todo el día sin creer en los presentimientos de su madre. Al día siguiente, el periódico trajo una confirmación milagrosa de la opinión de Helena Petrovna: el muerto no era Sachka Yegulev, sino otro.

De nuevo se deslizaron los días y las noches to-