éste callaba y leía el periódico. Tenía las dos manos sobre el papel; con una oprimía un cigarrillo que, de tiempo en tiempo, se llevaba a los labios con un movimiento lento, como una persona mayor. Pero todavía no sabía fumar bien: no sacudía la punta del cigarro, y el mantel, así como el periódico, estaban llenos de ceniza. O acaso, absorto en sus reflexiones, no prestaba atención al cigarrillo?
Con un movimiento suave, para no molestar a Sacha, Helena Petrovna empujó el cenicero cerca de su mano. No pensó más en Telepnev: miraba a Sacha y veía que éste tenía su propia vida y sus propios pensamientos, desconocidos para ella. Esto la hirió dolorosamente. A veces le parecía una broma; su pequeño Sacha se había convertido en persona mayor, tenía los gestos y los movimientos de un hombre hecho y derecho; ya le decían Alejandro Nicolaievich, y él lo encontraba muy natural.
¡Alejandro Nicolaievich!
De día en día la madre le miraba con mayor extrañeza. No podía acostumbrarse al pensamiento de que su Sacha no era ya un muchacho, sino un hombre que vivía su vida propia. ¿Dónde estaba su Sacha? Este ya no era el mismo.
Pronto iba a cumplir los diez y nueve años. De elevada estatura, que resaltaba aun cuando estuviera sentado, un poco delgado, escaso de pecho, revelaba, sin embargo, en su rostro moreno y fresco la salud y la fuerza. Esta fuerza, así como algo de imperioso, se advertía también en sus finos labios y en su mentón, de líneas firmes. Sí, había algo