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a sufrir todos los días los dolores de la maternidad, por poder disfrutar de semejante ventura...

Sacha, paseando por la habitación, decía algo muy grave, pero ella no le escuchaba.

—¡Habla, Sacha!

—¡Pero si no me escuchas, mamá! Te hago una pregunta, y tú...

—¡Habla, hijo mío, te lo ruego!

Finalmente la acompañó a su habitación, sosteniéndola como a una persona ebria: estaba efectivamente ebria de alegría maternal.

Cuando su madre se quedó dormida, Sacha volvió a su alcoba y se desnudó; pero no pudo cerrar los ojos ni un minuto. Fumaba y reflexionaba.

Le parecía adivinar una parte de su destino, pero no podía definir de un modo claro y preciso lo que era. ¡Naturalmente, ahora lo veo claro!», se decía..

Y la imagen de su padre, que expresamente había conservado intacta hasta aquel día, se presentó ante él por primera vez. Tenía aquella imagen algo de hostil; pero, al mismo tiempo, había en ella una parte de él mismo, de Sacha. Recordaba cada pelo de la barba cuadrada del general; su cabeza calva, en la que no quedaban mas que unos pocos cabellos rubios y lacios; sus anchos hombros, sus charreteras, muy duras al tacto... y de pronto comprendió cuál era el peso abrumador que desde su primera infancia gravitaba sobre su vida.

Sí, aquella imagen... Era él, su padre, grave y a veces afectuoso, a veces frío, torvo y hasta cruel; aquel hombre que ocupó tanto sitio en la tierra, al 47