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SENADO CONSERVADOR

aquel particular se hubiese pedido al Juez de Comercio un informe, V. E. no habría sido engañado, ni el suplicante padecería el bochorno de verse reconvenido en puntos de tanta gravedad e importancia. Jamas, Señor Excmo., pude oponerme a las intenciones del Excmo. Senado. Mi objeto no ha sido otro que cumplir las superiores órdenes de V. E., compeliendo al gremio de comerciantes por todos aquellos medios que están dentro de la abreviada esfera de mis facultades. A pesar de todo, se ha calumniado impudentemente al Juez de Comercio, hollado sus respetos, han triunfado los díscolos, se ha suspendido la Junta, i por decirlo de una vez, el asunto se ha sellado de manera que, a no mediar el discreto i juicioso modo de pensar de V. E., nunca podría yo debidamente ejercitar las funciones de la Majistratura sin la satisfacción correspondiente.

Lo espuesto, Señor, seria bastante para dar la lei a la decisión i abandonarme al resultado de mi causa; pero, pues V. E. admite gustoso las insinuaciones del mas ínfimo de los ciudadanos cuando el celo i el espíritu público las anima, permita que uno de sus mas reverentes súbditos haga algunas lijeras observaciones que ciertamente nacen de la naturaleza del negocio. El espediente de las suscripciones, este lazo que suele tenderse a los incautos, ha producido por lo común fatales consecuencias. Es mui fácil ganar firmas, seducir el corazon de todos aquellos que, careciendo de la instrucción necesaria, no pueden penetrar la trascendencia de una solicitud avanzada. Permita, repito, le anuncie que, una vez franqueada la puerta, el Supremo Gobierno se verá cada dia comprometido i puesto en la dura pero forzosa alternativa de denegarse o acceder talvez a pretensiones desmedidas: sobre este particular me tomo la libertad de recordar a V. E. cuánto peligró en otros tiempos la seguridad civil, la multitud de jestiones i compromisos en que se vieron en la patria pasada todos los que estaban a la frente de los negocios, como también las soberanas decisiones del Excmo. Congreso.

Mas, si las suscripciones ofenden al mérito, turban la tranquilidad del ciudadano, aun hai otro escollo en que suele naufragar la seguridad civil. No es mi intento hablar de las delaciones. El arbitrio de comprometer el honor, la vida del semejante por denuncias secretas, tiene contra sí el testimonio de la conciencia pública, el grito de la humanidad que reclama los derechos del cuerpo social: por último, semejante espediente solamente ha sido favorecido i recompensado por los tiranos: hablo, sí, de la facilidad con que impunemente se calumnia al majístrado, i cuya moderación suele talvez interpretarse por una tácita licencia. Por desgracia, pasaron aquellos tiempos felices en que la tranquilidad pública, la seguridad particular eran garantidas por todos los ciudadanos i por las penas rigorosas establecidas contra los calumniadores.

Entre los judíos el falso calumniante era castigado con la misma pena que debia castigarse al acusado; pero dejemos al pueblo de Israel: sus leyes son demasiado conocidas para que nos detengamos sobre este punto. Consultemos los ejipcios, que por su sabiduría merecieron dar la lei al mundo. Subamos hasta la mas remota antigüedad, esploremos las costumbres, las leyes de los griegos, atenienses, romanos, el código de todos los pueblos bárbaros, i se verá por qué medios se favorecía al inocente i prevenía la calumnia. En aquellos tiempos, ya lo dije, un joven altanero, un brazo mercenario, un juez déspota, no precipitaba en el fondo de un calabozo inundo a un ciudadano virtuoso por indicios líjeros, no se turbaba la tranquilidad del hombre bajo pretestos frivolos. El acusador debia estar seguro del delito, puesto que la falsedad de la acusación hacia recaer sobre él todo el rigor de la pena; i si creemos a Diodoro, a Dionisio de Halicarnaso en sus Antigüedades Romanas, la pena del talion era la recompensa con que ordinariamente se premiaba a semejantes delincuentes.

Los romanos se avanzaron mas. Despues de prevenir ciertas fórmulas con que debia concebirse la acusación, despues de ordenar los seguros i cauciones necesarias, a la pena del talion añadieron la de infamia; i apenas el pretor pronunciaba aquella terrible fórmula calumniatus est, cuando no contentos con sujetar al calumniante a la pena que debia reportar el acusado, quisieron que en fuerza de la Lei Rhemmia se le imprimiese al primero un fierro ardiente en la frente para por esta via grabar la letra K, figura de su torpeza i delito.

Invertiríamos ciertamente mucho tiempo, si nos propusiésemos detallar los medios de que se valieron los griegos i romanos para castigar i hacer difícil la calumnia. Algunos historiadores esciibiendo la vida de sus lejisladores, nos transmitieron algo de sus costumbres i sus leyes. Una de ellas, si creemos a Asconio, decia así: Indici vera indicanti, impune; sin falsa capital esto. Verdad es que la máxima de Syla de no castigar a los calumniantes fué adoptada por los tiranos de Roma; pero sí las recompensas que se dispensaba a los delatores de que hablan Tácito i Cicerón en su defensa por Roscio, nos muestran la alteración que habia padecido en Roma esta parte de su lejislatuta, bajo el reinado de los Emperadores virtuosos se vio reclamar la observancia de las leyes antiguas, i aun establecer nuevas contra la calumnia. Se sabe cuánto hicieron sobre este particular Tito, Nerva i Trajano.

No fué otro el modo de pensar de los lejisladores de aquellos tiempos, que llamamos barbaros. Yo veo en todos sus códigos castigada i prevenida la calumnia. Algunos, como entre los visogodos, el calumniador pasaba al poder del acusado i era condenado al talion, como en Roma; en otras partes él se constituía prisionero para el caso de no probar la acusación: i por úl