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SESION EN 28 DE AGOSTO DE 1844

tiende perder la opinion de tres o cuatro hombres que se crean representantes de todos los demas, porque meten mas bulla o porque tienen alguna mas intrepidez, digo que esto no es despopularizarse. Despopularizarse es perder la opinion de aquellos hombres sensatos que conocen las cosas i las aprecian en su verdadero valor. Pero ¿como conocer, señor, cuando un hombre ha perdido esta opinion? Seria preciso averiguar los hechos que la habian hecho perder; i entonces se procedería centra el empleado, no porque habia perdido la opinion, sino por los delito que se la habian hecho perder. En todas partes es respetable la opinion, pero en Chile es ménos respetable; la opinion en Chile es mui variable, señor. En Chile se respeta hoi una cosa i miñara se le cree perjudicial; hoi se proclaman ciertos principios i mañana vienen otros a ocupar su lugar. Por lo demás, miéntras eso que llaman opinion esté sujeta a ciertas influencias que hacen ver cuan poco apreciable es; miéntras no esté dirijida en nuestro pais por la sensatez de los principios; miéntras esté sujeta a las pasiones de partido, establecer como principio regulador de la conducta de los empleados, esa popularidad, esa opinion, sería destruir por sus cimientos la constitucion del Estado. Cuando he dicho que la epinion no era respetable en Chile, no me he referido a aquella opinion que tienen ciertos hombres sensatos, que poco lo manifiestan, i que por lo mismo, es difícil conocerla; me he referido a la espresion de ciertas personas que hablan i que se hacen oir en medio de quinientos mil que callan. Me parece que con lo que he dicho, he respondido a las dos interpelaciones del señor Diputado.

El señor Palazuelos. —Con bastante sentimiento tengo que pedir nuevamente la palabra.

Yo me me felicito de que el señor Ministro haya dado las esplicaciones que ha oido la Cámara, para dejar en buen lugar la opinion del señor Obispo de Concepcion. Nunca he querido hacer acusacion contra él; mi intencion ha sido conocida de todos; mi intencion no ha tenido otro objeto, sino que se proclame un principio santo identificado con nuestras instituciones, cual es el derecho de censura que tiene el cuerpo de representantes sobre todos los empleados de la nacion.

Me han movido principalmente las circunstancias que obraban contra la conducta del señor Obispo de Concepcion; porque, señor, hablemos francamente sobre esto: yo creo que los empleados eclesiásticos gozan de inmunidades que justamente no merecen. Hablemos claro, nadie me puede negar el apego supersticioso que hai por todo lo que pertenece a la iglesia; pocos hombres mas mirados que yo en hacer justicia, en presentarme al público siempre que es preciso pagar un tributo de agradecimiento a un empleado que ha cumplido bien con sus ministerio; pero yo creo, señor, que las funciones meramente relijiosas que desempeñan los Obispos piden tambien de parte de los Gobiernos una censura, u otra vijilancia mil veces mas activa, que la que se ha tenido hasta ahora. El siglo XIX que ha proclamado la filosofía como la base de la relijion, ha hecho de esa misma filosofía el amparo mas seguro de la misma relijion, i la filosofía exije, no ya las supersticiones, no ya el pretendido respeto que hasta ahora se ha tributado a los prelados: nó, señor; quiere que ese respeto se tribute con conocimiento de causa, con el conocimiento de sus virtudes i de sus méritos, con esa rigorosa conformidad que debe obervar en el espíritu del evanjelio a que debe toda su vida; yo me honro, señor de ser elejido por esta vez: yo me honro, repito, de haber sido elejido de Dios (i tomo el nombre de predicador, porque me nace; no puedo ménos de hacerlo cuando hablo de este asunto).

No quisiera, pues, que estos hombres se hallasen destituidos de la confianza de los pueblos, que es la mejor garantía de la moral; porque donde no alcanzan las leyes, alcanza la mano misericordiosa de un prelado. Ellos son los ojos i las manos que la sociedad tiene para alcanzar al pobre los consuelos de que se ve privado por el ministerio de la lei. ¿Qué hace la lei con mandar? ¿Qué puede hacer la lei, digo, con su orden? ella no puede acercar a la cabaña de un pobre los ausilios que ha menester cada dia. ¿I quién puede suplir esta falla, sino un prelado? ¿I no se abogara por esta obra de caridad? Ahora, pues, ¿por qué se estraña que un diputado del pueblo, abogando por el bienestar de ese mismo pueblo, por esa infelicísima clase, fije los ojos en la conducta de esos hombres que deben fijar los suyos en esos pobres? El señor Ministro se ha desentendido de la pregunta que le he hecho a este respecto.

Ella ha sido hecha en estos términos: si un ministro eclesiástico no gozase de la opinion de los hombres de caridad; si un prelado no gozando de la opinion de estos hombres ¿se encontraria autorizado el Gobierno para averiguar los hechos, para tomar informaciones sobre su conducta?... Esto no pertenece ya al señor Obispo Elizondo; hablo en jeneral, estoi convencido por todas las esplicaciones que se han hecho; hablo ahora del ministerio episcopal, porque considero que la cuestion es importante. En nuestro pais el clero es bueno, es verdad, irreprensible i cuanto se quiera; pero no tiene esta caridad que se afana por servir; no tiene esa caridad sentimental; nó; nuestra caridad tiene algo de mecánico, de lutinero; tiene algo así como "de oficial" como de un deber que se ha visto practicar "de memoria". En un pais, por otra parte, en que el hombre es tan propenso a inclinarse a la codicia, es mui fácil que los prelados eclesiásticos falten a los deberes de la caridad. Ya he