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XVII PRÓLOGO

Sabed pues, señora, si por casualidad no lo sabéis, que vuestro espíritu adorna y embellece tanto vuestra persona, que no hay otro sobre la tierra tan encantador cuando estáis animada en una conversación, dvnde la etiqueta está deste- rrada. Fodo lo que decís tiene tal encanto y os sienta tan bien, que vuestras palabras atraen las risas y las gracias á vues- tro rededor; y el brillante de vuestro espiritu da un brillo tan grande á vuestra tez y á vuestros ojos, que aunque pa- rece que el ingenio no debe tocar más que á los oídos, es sin embargo cierto que el vuestro deslumbra los ojos, y que cuando se os escucha no se ve ya que falle algo á la regulari- dad de vuestras facciones y se os concede la belleza más aca- 'bada del mundo.

Podéis juzgar, que si yu os soy desconocido, vos no me sois á mí desconocida, y que es preciso que yo haya tenido más de una vez el honor de veros y de oiros para haber com= prendido lo que forma en vos este adorno, del cual todo el mundo está sorprendido.

Pero yo quiero todavía haceros ver, señora, que no conozco menos las cualidades sólidas que en yos existen que las cuali- dades agradables de las cuales se es admirador. Vuestra alma es grande, noble, propia á dispensar tesoros é incapaz de ba- jarse á los cuidados de recogerlos. Sois sensible á la gloria y ála ambición, y no lo sois menos al placer : parecéis nacida para ello, y parece que ellos son hechos para vos; vuestra pre- sencia aumenta las diversiones, y las diversiones aumentan vues- ira belleza cuando os rodean.

En fin, la alegría es el estado verdadero de vuestra alma y la pena os es más contraria que a madie. Sois naturalmente tierna y apasionada; pero para vergúenza de nuestro sexo, esta ternura os ha sido inútil y la habéis encerrado en el vues- tro, dándosela á Mad. de La Fayette.

¡Ah! ¡Señora! Si hubiese alguien ea el mundo bastante