primera parte, en las velas del entierro, de que no debió hablar jamás, sin esponerse al ridículo que le siguió durante la campaña electoral.
Un poco de buen sentido, de dominio sobre sí mismo, le habría salvado de tal traspiés.
El buen sentido! Esto que es común en las personas, esto que se adjudica al primero que pasa por la calle para cohonestar su ignorancia, en Olmedo se encuentra con escasa frecuencia.
Nos imaginamos que el cerebro de Olmedo es una casa cuyas principales habitaciones están decoradas correctamente y ocupadas por gentes de orden; pero que en las del segando patio sucede lo que en una Provincia argentina, donde el opa de la familia oculta su cretinismo en el último rincón para no provocar la hilaridad pública con su presencia.
A veces el opa burla la vigilancia doméstica y entonces la casa se torna en un desconcierto, en el que no faltan escenas desastrosas y generalmente descomunales bataholas que los pilluelos de la calle forman al rededor de la singular figura del desgraciado.
Tal acontece con los discursos del diputado Olmedo. Hay en ellos una frase soportable y á veces galana sin ser clásica, ideas que asoman