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— ¿Cómo lo sabe Ud., abuela?

— Porque ya está aquí el Anticristo que lo ha de crucificar.

El hacendado dió un respingo en la silla i vociferó a gritos:

— ¡Vieja imbécil, pinta de brutos! ¿Con que soi el Anticristo? ¿El Anticristo? I mientras repetía el ominoso epíteto se revolvia en la montura buscando en torno alguien en quien descargar el peso de la ira que le ahogaba. Pero no vió sino rostros inclinados i ojos que miraban fijamente el suelo. Volvióse nuevamente hácia el fondo de la ramada i esclamó:

— ¡Isidrol ¿hasta cuándo esperas? ¡Acabemos de una vez!

El vagabundo que desde la llegada del patron no habia despegado los labios guardando una inmovilidad absoluta, cuando el mozo estuvo a su lado empezó a jemir plañideramente:

— ¡Don Isidrito, apiádese de este pobre viejo! Yo lo conozco a Ud. de mediano... no me maltrato. ¡Hágalo por la señorita, su mamá, esa santa que nos mira desde el cielo! Yo he rezado mucho, muchísimo por ella i por Ud. ¡Ai, mi amito, mi nino Dios, por las llagas de Nuestro señor, defiendame de su padre, favorézcame por amor de Dios!

En el corazon del jóven aquellos clamores repercutieron dolorosamente. Esperimentaba por el viejo una profunda piedad. Quiso tentar un último esfuerzo para aplacar la cólera de su padre, pero, las últimas palabras de éste reiterándole el imperioso man-