gueses diferencias, infortunios y trabajos, por los cuales no tuvo el fin que se pretendía, ni la Armada pudo
vió á tierra al comerciante moro para que dijese á los isleños del partido de Si Lapulapu que si al rey cristiano quisiesen reconocer por señor, obedecer al rey de España y pagarnos el tributo exigido, nuestro Capitán sería su amigo; y que de lo contrario probarían como herían nuestras lanzas. Los isleños no se amedrentaron: respondieron que si lanzas teníamos nosotros, lanzas tenían ellos también, de caña y palo, endurecidos al fuego. Nos quisieron, sin embargo, dar á entender que deseaban mucho no les diésemos el asalto de noche sino que se esperase el día, puesto que aguardaban refuerzos y estarían en mayoría, y esto nos lo hicieron entender maliciosamente para de esta manera animarnos á atacarlos de noche, suponiéndoles menos preparados; pero era su ardiente deseo porque entre la ribera y sus casas habían cavado fosas, en las cuales esperaban que cayésemos gracias á la oscuridad.
»Por eso, esperamos el día. En número de 49 saltamos y entramos en el agua hasta la cintura, porque por el bajo fondo y por los escollos, los barcos no podían acercarse á la orilla, y así tuvimos que recorrer en el agua dos buenos tiros de ballesta, antes de arribar. Los otros 11 quedaron á guardar los barcos. Cuando llegamos en tierra, los isleños, en número de 1500, se formaron en tres cuerpos, y vinieron hacia nosotros con terrible clamoreo, atacándonos dos á los flancos y el otro de frente. Entonces el capitán dividió á su gente en dos secciones. Nuestros mosqueteros y ballesteros tiraron de lejos durante media hora, pero nada consiguieron, puesto que las balas y las flechas, si bien atravesaban sus escudos hechos de tablas finas, les herían solamente en los brazos, cosa que no les detenía. El Capitán ordenaba á gritos que no tirasen, pero no era escuchado. Viendo los isleños que les hacían poco ó ningún daño los golpes de nuestros mosquetes, no quisieron ya retirarse y gritando entonces con más fuerzas y saltando de aquí para allá para evitar nuestros tiros, se acercaban á nosotros arrojándonos flechas, lanzas de caña, palos aguzados al fuego, piedras y hasta fango, de tal suerte que apenas podíamos defendernos. Algunos arrojaron al Capitán general lanzas con puntas de hierro.
»Él, viendo esto, para alejar tanta muchedumbre y aterrorizarla, mandó á algunos de los nuestros á incendiar las casas, lo cual los enfureció más. Acudieron algunos al incendio, que quemó de veinte á treinta casas y allí mataron á dos de los nuestros. Los otros se nos vinieron encima con mayor furor. Se percibieron que nuestros cuerpos estaban defendidos, pero que nuestras piernas estaban descubiertas, y á ellas se dirigieron principalmente. En efecto, una flecha envenenada atravesó la pierna derecha del Capitán, por lo cual mandó que nos retirásemos poco á poco; pero casi todos los nuestros se dieron á la fuga precipitadamente, de tal manera que apenas siete ú ocho nos quedamos con él. Nos abrumaban las lanzas y las piedras que blandían los enemigos y no podíamos resistir más. La bombardas que teníamos en las embarcaciones no nos socorrían porque la poca marea las tenía demasiado lejos de tierra. Por lo tanto, nos fuimos retirando poco á poco, combatiendo siempre, y solamente nos separaba de la orilla un tiro de ballesta, metidos en el agua hasta las rodillas; los isleños nos seguían y recogiendo las