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frente á don Nicolás Anchorena, rico hacendado que en su vida puso los pies en ninguna de sus estancias; Terrero, Fernández, Iraola, Atucha, Alzaga, Elía, Ramos, Chas, Peña y otros que seguían entrando y llenando la sala, por donde ha pasado todo lo notable de aquellos tiempos.

Las conversaciones se ramificaban en diálogos dispersos, hasta que fueron concretándose en el que vino á absorber los demás.

— No ha de pasar mucho sin que los alambrados se multipliquen, centiplicando las riquezas de los campos — repitió uno.

Al que cierto rural de antigua data, replicó:

— Sí, señor; para guardar cochinillos de la India será bueno ese tenue alambradito, pero tal proyecto es irrealizable. ¿Quién pone puertas al campo?

— Es un error — replicaban otros — seguir con los campos abiertos donde entran, cuerean, marcan, y contramarcan cuantos pasan, aunque les siga la Partida pisándoles los talones.

— Don Juan Manuel de Rozas — agregó Terrero — que entre sus muchos aciertos, no negados por sus enemigos más acérrimos, le reconocen haber sido el más práctico estanciero, empezó á cerrar con tapiales una estancia de cuatro leguas.

La propiedad rural viene valorizándose, y de