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impertérrito, con su voz aguda y chillona, desde el artículo de fondo hasta el último hecho local, inalterable y sin pausa, sin tomar aliento, aunque sin alientos dejaba comentaristas de alrededor, y grescas en que los más fosforescentes intrincábanse por quítame allá esas pajas y con salidas como ésta:

— Bien dice don Juan Bautista que de nada sirven todos esos pelagatos que escriben en los diarios, y vienen descomponiendo el pandero. No han sabido atender su hacienda, y pretenden dirigir la del Estado gentes todas que si las cuelgan patas arriba no les cae un cobre.

— Mejor acaba de replicar Sarmiento, — decía su contrincante, — que á muchos de esos ricachos, porque anduvieron más despabilados para atrapar tierras, ya se les ponga patas arriba, patas abajo ó de cualquier pata, no les cae una idea de parte alguna.

— Na hay más, mi amigo, — agregaba un tercero, — la Patria se viene perdiendo por tanto patriota afanoso en levantar la hacienda pública, al día siguiente de haber perdido la propia.

Y otro viejo de voz aflautada, que nunca sirvió para maldita la cosa, alzando su roja nariz, agregaba:

— ¡Sálvense los principios! los principios ante todo, señores; la ambición y la intransigencia,