Las 2 y 20 señalaban, en esa nublada tarde de un viernes, relojes que se abrieron al resonar el cañonazo con que el mayor Nelson (de la artillería al mando del Coronel Santa Cruz) inició la batalla, en momentos que el General Urquiza bajando de la azotea en la Estancia que respaldaba sus infantes, repetía: «¡Se vienen los porteños y se vinieron!» Descubriendo, por el orden de marcha, dirigíanse á atacar el centro, tratando de dividir su línea, mandó al General Galarce cargara con la caballería de la derecha la que tenía á su frente.
Hora antedicha era cuando se divisó nubecita azulada ascendiendo en espiral, ensanchando círculos de humo, y en pos de relámpago fugaz, negra bala silbadora transportando la muerte que después del primer y segundo rebote picó en medio del brioso «obscuro» cabalgado por Mitre y el «picazo» que montaba su secretario.
Con la apacibilidad de siempre:
— No se ha decidido por ninguno de los dos — dijo indiferente el General.
— ¡Por lo que no le quedamos resentidos! — contestó con igual aplomo el doctor Gutiérrez (José María).