y ministriles, chamuscábanse las pestañas por descubrir la incógnita.
Quién será... Quién no será! Adivina, adivinador!
Que el papelito partiera de aquí no había duda. No solamente era grueso, feo, ordinario, como el escaso que de España llegaba, cuando llegaba, sino que aun la fecha estaba groseramente tergiversada: «Buenos Aires tomen ustedes», empezaba, acabando con la simulada exclamación «¡Santa María purísima!»
¿Quién no descifraba de corrido: «Puerto de Santa María de Buenos Aires»? El seudónimo era más intrincado, pero fuera Juan ó Diego, de aquí se había expedido.
Por vencidos dábanse, cuando casualidad «rosarina» colocó al Inquisidor sobre la pista.
De misa mayor salía compungido y persignándose con agua bendita de la iglesia de Jesuitas el testarudo fiscal Villota, doctor de campanillas, quien con gerundiana elocuencia pretendía confundir á los doctorcillos de la Revolución que empezaban á embrollar la lista.
A descender iba del cancel al pretil de San Ignacio, cuando á curiosidad llamóle blanco papel, recién pegado, que en hermosa letra se ofrecía buena gratificación al alma caritativa, que á más de serlo, fuera también honrada y quisiera