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Tradiciones peruanas

¡Sed preso!

—Preso no, sino muerto—añadió Almagro, y le dió una estocada, acabándolo de matar los otros convidados.

Así desaparecieron tres de los caballeros de la capa antes de presentar batalla al enemigo. Estaba escrito que todos habían de morir de muerto violenta y bañados en su sangre.

Entretanto, se aproximaba el momento decisivo, y Vaca de Castro hacía á Almagro proposiciones de paz y promulgaba un indulto, del que sólo estaban exceptuados los nueve caballeros de la capa que aún vivían y dos ó tres españoles más.

El domingo 16 de septiembre de 1542 torminó la guera civil con la sangrienta batalla de Chupas. Almagro, al frente de quinientos hombres, fué casi vencedor de los ochocientos que seguían la bandera de Vaca de Castro. Durante la primera hora, la victoria pareció inclinarse del lado del joven caudillo, pues Diego de Hoces, que mandaba una ala de su ejército, puso en completa derrota una división contraria. Sin el arrojo de Francisco de Carbajal, que restableció el orden en las filas de Vaca de Castro, y más que esto, sin la impericia ó traición de Pedro de Candia, que mandaba la artillería almagrista, el triunfo de los de Chile era seguro.

El número de muertos por ambas partes pasó de doscientos cuarenta, y el de los heridos fué también considerable. Entre tan reducido número de combatientes, sólo se explica un encarnizamiento igual teniendo en cuenta que los almagristas tuvieron por su caudillo el misino fanático entusiasmo que habían profesado al mariscal su padre; y ya es sabido que el fanatismo por una causa ha hecho siempre los héroes y los mártires.

Aquellos sí eran tiempos en los que, para entrar en batalla, se necesitaba tener gran corazón. Los combates terminaban cuerpo á cuerpo, y el vigor, la destreza y lo levantado del ánimo decidían del éxito.

Las armas de fuego distaban tres siglos del fusil de aguja y eran más bien un estorbo para el soldado, que no podía utilizar el mosquete ó arcabuz si no iba provisto de eslabón, pedernal y yesca para encender la mecha. La artillería estaba on la edad del babador; pues los pedreros ó falconetes, si para algo servían era para meter ruido como los petardos.

Propiamente hablando, la pólvora se gastaba en salvas; pues no conociéndose aún escala de punterías, las balas iban por donde el diablo las guiaba. Hoy es una delicia caer en el campo de batalla, así el mandria como el audaz, con la limpieza con que se resuelve una ecuación de tercer grado. Muere el prójimo matemáticamente, en toda regla, sin error de suma ó pluma; y ello, al fin, debe ser un consuelo que se lleva el