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Tradiciones peruanas

Así, cuentan que un sabio obispo logró que se bautizase un judío muy acaudalado. Después de su conversión, empezaron á sobrevenirle desgracias sobre desgracias, y el obispo creyó confortarlo diciéndole: «No te desesperes, que tus desdichas no son sino beneficios que el Señor reparte entre aquellos & quicnes ama. Amostazóse el cristiano nuevo y contestó: «Pues esos regalos que los guarde Dios para sus amigos viejos; pero conmigo, á quien conoce de ha poco, ¿sobre qué tanta confianza y cariño?» Generoso hasta la exageración, no hubo miseria que D. Pedro no aliviase con su dinero, ni desventura á la que no acudiese á dar consuelo.

Y esto sin fatuidad, que el hombre era humilde como las piedras de la calle, y por sólo el gusto de hacer el bien.

Pero el naufragio de un buque que con valioso cargamento le venía de Cádiz, y la quiebra de algunos pillos á quienes el buen D. Pedro sirviera de garante, le pusieron en apurada situación. Nuestro honrado español realizó con graves pérdidas su fortuna, pagó á los acreedores y se quedó sin un maravedí.

Con la última moneda se le escapó el último amigo.

Todo lo había perdido, menos la vergüenza, que es lo primero que ahora acostumbramos perder.

Quiso volver á trabajar, y acudió en demanda de protección á muchos á quienes había favorecido en sus días de opulencia, y que acaso debían exclusivamente á él hallarse en holgada posición.

Entonces supo cuánta verdad encierra aquel refrán que dice: «No hay más amigo que Dios y un duro en la faltriquera. » Parece que la mejor piedra de toque de la amistad es el dinero.

D. Pedro adquirió á dura costa el convencimiento de que, para muchos corazones, la gratitud es fardo asaz pesado.

Hasta la mujer que había amado, y en cuyo amor creyera con la fe de un niño, le reveló muy á las claras que ya los tiempos eran otros.

Que es amor una senda tan sin camino, que el que va más derecho va más perdido.

Entonces D. Pedro juró volver á ser rico, aunque para alcanzar una fortuna tuviese que ocurrir al crimen.

Las decepciones habían muerto todo lo que en su alma hubo de grande, de noble y de gencroso, y se despertó en él un odio profundo por la humanidad. Como el tirano de Roma, habría querido que la humanidad tuviera una cabeza para cereenarla de un tajo.