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Tradiciones peruanas

el capellán y que se sembrase sal en el terreno, amén de otras muchas ritualidades de las que haremos gracia al lector.

Nuestro hacendado, que disfrutaba de gran predicamento en el ánimo del virrey y que aindamáis era pariente por afinidad del secretario Bravo, se encontró amparado por éstos, que recurrieron á cuantos medios hallaron á sus alcances para que se menguase en algo el rigor de la excomunión. El virrey fué varias veces á visitar al arzobispo con tal objeto; pero éste se mantuvo erre que erre.

Entretanto cundía ya en el pueblo una especie de somatén y crecían los temores de un serio conflicto para el gobierno. La multitud, cada vez más irritada, exigía el pronto castigo del sacrilego; y el virrey, convencido de que el metropolitano no era hombre de provecho para su empeño, se vió mal de su grado en la precisión de ceder.

¡Vive Dios, que aquellos sí eran tiempos para la Iglesia! El pueblo, no contaminado aún con la impiedad, que, al decir de muchos, avanza á pasos de gigante, creía entonces con la fe del carbonero. ¡Pícara sociedad que ha dado en la maldita fiebre de combatir las preocupaciones y errores del pasado! ¡Perversa raza humana que tiende á la libertad y al progreso y que en su roja bandera lleva impreso el imperativo de la civilización Adelante! ¡Adelante!

Repetimos que muy en embrión y con gran cautela hemos apuntado este curioso hecho, desentendiéndonos de adornarlo con la multitud de glosas y de incidentes que sobre él corren. Las viejas cuentan que cuando murió el hacendado, desapareció su cadáver, que de seguro no recibió sepultura eclesiástica, arrebatado por el que pintan á los pies de San Miguel, y que en las altas horas de la noche paseaba por las calles de Lima en un carro inflamado por llamas infernales y arrastrado por una cuadriga diábolica. Hoy mismo hay gentes que creen en estas paparruchas á pie juntillas. Dejemos al pueblo con sus locas creencias y hagamos punto y acápite.

III

DE COMO EL ARZOBISPO DE LIMA CELEBRÓ MISA DESPUÉS DE HABER ALMORZADO Sabido es que para los buenos habitantes de la republicana Lima las cuestiones de fueros y de regalías entre los poderes civil y eclesiástico han sido siempre una piedrecilla de escándalo. Aun los que hemos nacido en estos asendereados tiempos, recordamos muchas enguinfingulfas entre nuestros presidentes y el metropolitano ó los obispos. Mas en la época en que por su inajestad D. Fernando VI mandaba estos reinos del Perú el