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Tradiciones peruanas

III

DONDE EL LECTOR HALLARÁ TRES RETRUÉCANOS NO REBUSCADOS, SINO HISTÓRICOS Por los años de 1772 los habitantes de esta hoy prácticamente republicana ciudad de los reyes se hallaban poseídos del más profundo pánico.

¿Quién era el guapo que después de las diez de la noche asomaba las narices por esas calles? Una carrera de gatos ó ratones en el techo bastaba para producir en una casa soponcios femeniles, alarmas masculinas y barullópolis mayúsculo.

La situación no era para menos. Cada dos ó tres noches se realizaba algún robo de magnitud, y según los cronistas de esos tiempos, tales delitos salían, en la forma, de las prácticas hasta entonces usadas por los discípulos de Caco. Caminos subterráneos, forados abiertos por medio del fuego, escalas de alambre y otras invenciones mecánicas revelaban, amén de la seguridad de sus golpes, que los ladrones no sólo eran hombres de enjundia y pelo en pecho, sino de imaginativa y cálculo. En la noche del 10 de julio ejecutaron un robo que se estimó en treinta mil pesos.

Que los ladrones no eran gentuza de poco más ó menos, lo reconocía el mismo virrey, quien, conversando una tarde con los oficiales de guardia que lo acompañiaban á la mesa, dijo con su acento de catalán cerrado:

—¡Muchi diablus de latrons!

—En efecto, excelentisimo señor—le repuso el alférez D. Juan Francisco Pulido. Hay que convenir en que roban pulidamente.

Entonces el toniente de artillería D. José Manuel Martínez Ruda lo interrumpió:

—Perdone el alférez. Nada de pulido encuentro; y lejos de eso, desde que desbalijan una casa contra la voluntad de su dueño, digo que proceden rudamente.

—¡Bien! Señores oficiales, se conoce que hay chispa—añadió el alcalde ordinario D. Tomás Mañós, que era, en cuanto á sutileza, capaz de sentir el galope del caballo de copas. Pero no en vano empuño yo una vara que hacer caer mañosamente sobre esos pícaros que traen al vecindario con el credo en la boca, IV DONDE SE COMPRUEBA QUE A LA LARGA EL TORO FINA EN EL MATADERO Y EL LADRÓN EN LA HORCA Al anochecer del 31 de julio del susodicho año de 1772, un soklado entró cautelosamente en la casa del alcalde ordinario D. Tomás Mañós y se entretuvo con él una hora en secreta plática.