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Tradiciones peruanas

La limosna que en oportunidad tal recogían los hermanos de Caridad se empleaba en alimentar opíparamente al reo durante las cuarenta y ocho horas de capilla, satisfacer sus antojos, bacerle un decente funeral y, si sobraba algún dinerillo, en misas y sufragios. Además, de esta limosna se entregaban á la víctima cuatro pesos, la que humildemente los pasaba á manos del verdugo como precio del cáñamo destinado á ponerle el pescuezo en condición de no usar otra corbata.

El cargo de verdugo en Lima estaba miserablemente rentado; pues sus emolumentos se reducían á diez pesos al mes, valor del arrendamiento de un cajón de Ribera, cuyo número evitamos designar por no traer desazones y escrúpulos á su actual locatario y que, si pelecha, diga la murmuración que en la heredad del verdugo se encontró un pedazo de cuerda de ahorcado, receta infalible para hacer fortuna.

Cinco eran los rcos que en esa tarde se hallaban en capilla para scr ajusticiados al siguiente día. Cuatro de ellos eran zarcillos que la horca hacía tiempo reclamaba; pues tenían en la conciencia el fardo de algunas muertes, hechas con alevosía y en despoblado, amén de no pocos robos y otros crímenes de entidad. El quinto era un negro esclavo, mocetón de veinte años, zanquilargo y recio de lomos, fuerte como un roble y feo como el pecado mortal. Habiéndose insolentado un día con sus amos, éstos lo mandaron, por vín de corrección, al amasijo de la panadería de Santa Ana, cuyo mayordomo gozaba de neroniana reputación. Hacía trabajar á los infelices esclavos que por su cuenta caían, con grillete al pie, medio desnudos y descargándoles sobre las espaldas tan furibundos rebencazos que dejaban impresos en ellas anchos y sanguinolentos surcos.

Cuando el insubordinado negro recibió el primer agasajo en las posaderas, se volvió hacia el mayordomo y le dijo: «No dé usted tan fuerte, D. Merejo, y ¡cuenta conmigo, que mi genio no es de los muy aguantadores!» Pero D. Hermenegildo, que así se llamaba el mayordomo, y que era hombre acostumbrado á despreciar amenazas, le duplicó la ración de látigo; y, sea por tirria ó por congraciarse con los amos del negro, no dejaba pasar día sin arrimarle una felpa. Ya porque amasaba de prisa, ya porque cra remolón, ello es que ni frío ni caliente contentaba á D. Merejo.

Una nocho llegó el esclavo á desesperarse, y en un abrir y cerrar de ojos, lanzándose sobre el mostrador donde lucía el cuchillo con que don Hermenegildo acostumbraba cortar hogazas, lo hundió hasta el mango en el pecho del mayordomo, D. Hermenegildo era español y de muchos compadrazgos en Lima. Su muerte fue muy sentida y extremada la indignación pública contra el asesino. Pancho Sales, que tal era el nombre de éste, no encontró valedores, y fué condenado á morir en la horca en compañía de los cuatro bandidos.