La tisanera y la chichera de Terranova daban su pregón á las sieto en punto.
El bizcochero y la vendedora de leche—vinagre, que gritaba já la cunjadita!, designaban las ocho, ni minuto más ni minuto nenos.
La vendedora de zanguito de najú y choncholies marcaba las nueve, hora de canónigos.
La tamalera era anuncio de las diez.
A las once pasaban la melonera y la mulata de convento vendiendo ranfañote, cocada, bocado de rey, chuncaquitas de cancha y de mani y fréjoles colados.
A las doce aparecían el frutero de canasta llena y el proveedor de empanaditas de picadillo.
La una era indefectiblemente señalada por el vendedor de ante con ante, la arrocera y el alfajorero A las dos de la tarde la picuronera, el humitero y el de la rica causa de Trujillo atronaban con sus pregones.
A las tres el melcochero, la turronera y el anticuchero ó vendedor de bisteque en palito clamoreaban con más puntualidad que la Mariangola de la catedral.
A las cuatro gritaban la picantera y el de la piñita de nues.
A las cinco chillaban el jazminero, el de las caramanducas y el vende dor de flores de trapo, que gritaba:/Jardin, jardín! ¡Muchacha, no hueles?
A las seis canturreaban el raicero y el galletero.
A las siete de la noche pregonaban el caramelero, la mazamorrera y la champucera.
A las ocho el heladero y el barquillero.
Aun á las nueve de la noche, junto con el toque de cubrefuego, el ani mero ó sacristán de la parroquia salía con capa colorarla y farolito en mano pidiendo para las ánimas benditas del purgatorio ó para la cera de Nuestro Amo. Este prójimo era el terror de los niños rebeldes para acostarse.
Después de esa hora, era el sereno del barrio quien reemplazaba á los relojes ambulantes, cantando, entre piteo y piteo: «/Ave Maria Purisi ma! ;Las diez han dadot Viva el Perú, y sereno!» Que eso sí, para los serenos de Lima, por mucho que el tiempo estuviese nublado ó lluvioso, la consigna era declararlo ¡sereno! Y de sesenta en sesenta minutos se repetía el canticio hasta el amanecer.
Y hago caso omiso de innumerables pregones que se daban á una hora fija.
Ah, tiempos dichosos! Podía en ellos ostentarse por pura chamberinade un cronómetro; pero para saber con fjeza la hora en que uno vivíaningún reloj más puntual que el pregón de los vendedores. Ese sí que no