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Ricardo Palma

discrepaba pelo de segundo ni había para qué limpiarlo ó enviarlo á la enfermería cada seis meses. ¡Y luego la baratura! Vamos; si cuando empiezo á hablar de antiguallas se me va el santo al cielo y corre la pluma sobre el papel como caballo desbocado. Punto á la digresión y sigamos con nuestro insurgente ollero.

Apenas terminaba su pre gón en cada esquina, cuando salían á la puerta todos los vecinos que tenían necesidad de utensilios de cocina.

III

Pedro Manzanares, mayordomo del Sr. Luna Pizarro, era un negrito retinto, con toda la lisura criolla de los budingas y mataperros de Lima, gran decidor de desvergüenzas, cantador, guitarrista y navajero, pero muy leal á su amo y muy mimado por éste.

Jamás dejaba de acudir al pregón y pagar un real por una olla de barro; pero al día siguiente volvía á presentarse en la puerta, utensilio en mano, gritando: «Oiga usted, so cholo ladronazo, con sus ollas que se chirrean toditas.... Ya puede usted cambiarme esta que le compré ayer, antes de que se la rompa en la tutuma para enseñarlo á no engañar al marchante. ¡Pedazo de pillo!» El alfarero se sonreía como quien desprecia injurias, y cambiaba olla.

Y tanto se repitió la escena de compra y cambio de ollas y el agasajo de palabrotas, soportadas siempre con paciencia por el indio, que el bar bero de la esquina, andaluz muy entrometido, llegó á decir una mañana.

Bernardo Monteagudo, ministro de San Martin o — Córcholis! ¡Vaya con el cleriguito para cominero! Ni yo, que soy un pobre de hacha, hago tanta alharaca por un miserable real! ¡Recórcholis!

Oye, macuito. Las ollas de barro y las mujeres, que también son de barro, se toman sin lugar á devolución, y el que se lleva chasco ¡contracórcholis! se mama el dedo meñique, y ni chista ni mista y se aguanta el clavo, sin molestar con gritos y lamentaciones al vecindario.