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Ricardo Palma

desastroso fin auguraba la abuela, y por mucho que más tarde se afanase en dar al diablo la carne para ofrecer á Dios los huesos, nunca, en los siglos de los siglos, se presentará mujer que exceda en crimenes á la dawa de mi historia.

Basta de introito. ¡Al avio y picar puntos!

I La señorita de *** era por les años de 1601 un fresco y codiciable pimpollo de diez y seis primaveras, tal como lo sueña un libertino para curarse de la dispepsia. El señor de***, su padre y la primera fortuna acaso de la tres veces coronada ciudad, cometió la tontuna de morirse dejando á su heredera doña Sebastiana bajo la tutela do D. Blas Medina, asturiano severo y con más penacho que el mismo D. Pelayo, Imaginese el lector si sería codiciable y capaz de despertar ol apetito del hombre menos goloso una chica que amén de su juventul, buen coramvobis y riqueza, tenía la rara fortuna de no llevar sucgro ni suegra al matrimonio.

Por aquel siglo la cuestión casorio no se llevaba tan al vapor como en los tiempos que alcanzamos. ¡Ya se ve! Aquél era un siglo de obseurantismo y no de progreso, como el actual, en que hoy mañana toma marido la mozuela que ayer noche jugaba a las muñecas. No faltan malditos de cocer que afirman que los matrimonios del día no son para la mujer más que un cambio de juguete, y por eso anda ello enredado como costura de beata ó conciencia de escribano. Repito, pues, que en 1601 el matrimonio era un punto que calzaba muchos puntos; y el bueno del tutor, que barruntaba en doňa Sebastiana comezones de responder quiero al primer ganapán que la dijese envido, resolvió no permitir tertulia de mozos en casita y guardar á la niña como tesoro en arca do avaro.

La educación de la mujer de calidad, por entonces, se reducía á leer lo bastante para imponerse de la vida del santo del día, escribir no muy de corrido lo suficiente para hacer el apunte del lavado, y tocar el arpa, con más o menos primor, lo preciso para lucir su habilidad en una misa de aguinaldo. Esto, un mucho de repetir de coro trisagios y novenas, un poco de condimentar dulces y ensaladas y un nada de trato de gentes, y pare usted de contar, fué la educación de la millonaria y bella damisela. ¡Téngame Dios de su mano y libreme de culpar de ella al tutor! Culpemos al siglo, que buenos lomos tuvo sit morced para soportar esa y todas las cargas que me venga en antojo cecharlo á enostas.

La sociedad obligada de doña Sebastiana, aparte del maestro rascador de arpa, que era un viejo capaz por lo feo de dar un espanto al mismo