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Tradiciones peruanas

miedo, se reducía á un rechoncho fraile seráfico, al tutor y á su hijo, muchacho seminarista de diez y ocho años y á quien su padre soñaba convertir en todo un canónigo de merced. El D. Carlitos, en presencia de su padre y comensales, adoptaba un airecito de unción y bobería que lo asiilaba á un ángel de retablo. Pero fíate de bobalicones, lector mío, y á puto el postre si no te dan un día cualquiera sarna que rascar.

Seis meses contaba ya doña Sebastiana en poder de su tutor. El mocito abandonaba el claustro del colegio todos los domingos para pasar el día en casa de su señor padre, y á punto de oraciones un negro lo acompa.

ñaba hasta entregarlo á los bedeles del serninario.

Pero estaba escrito. D. Carlos tenía más afición que á los infolios teológicos á estudiar en ese libro misterioso que se llama la mujer. El jesuíta Sánchez, con su churrigueresco tratado De Matrimonio, exalta la curiosidad de los muchachos más que la serpiento que tentó á Eva. Quizá alguno de sus capítulos cayó en manos del seminarista, y he aquí cómo un mal librajo llevó á carrera de perdición á un joven, casto como el candido José, y privó acaso á la iglesia de Lima do una de sus más espléndidas luminarias ó lumbreras. Este preámbulo debe darte, lector, por informado de que magüer las precauciones de D. Blas para conservar ilesa la prenda que se le dió en depósito, al primer arrumaco que á quemarropa lanzó el fogoso muchacho sobre la inflamable doncella, no se hizo ella de pencas, y cada domingo la enamorada pareja aprovechaba de la hora en que el tutor, como buen hijo de la perezosa España, acostumbraba dorinir la sicsta, para darse un hartazgo de palabras alinibaradas y demás cosas que sospecho deben darse entre amantos.

El hombre es fuego, la mujer estopa, y como una chispa basta para producir un incendio mayor que el cantado por llomcro, viene el demonio de repente y..... ¡sopla!

II Así transcurrieron cinco años en los que, habiendo fallecido D. Blas Medina, entró la joven en el libre goce do su pingüe mayorazgo; y don Carlos colgó la sotana del seminarista, convencido de que Dios no lo llamaba camino de la Iglesia. D. Blas, que en sus mocedades había desempeñado un valioso corregimiento en el Cuzco y acrecido después su fortuna en el comercio, legó á su heredero un caudal nada despreciable.

Echose el mocito á campar por sus respetos, á frecuentar el mundo, del que la austeridad de su difunto padre lo había mantenido á distancia, y á triunfar en toda regla.

El amor que había sentido por Sebastianita se desvaneció. Era amor gastado, y el mozo necesitaba andar á caza de novedades. Olvidó la pala-