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Tradiciones peruanas

En el centro del templo, debilmente iluminado, y sobre un modesto catafalco, se veía una caja mortuoria rodeada de los indispensables blandones.

Indulablemente iba á celebrarse allí un oficio de difuntos, y el menos avisado podía conocer, por la pobreza de adorno y de luces, que no so trataba de un funeral como los que la vanidad humana consagra á los magnates. Tampoco era de pensar que el muerto fuese persona querida para el pueblo por sus virtudes ó respetada por su talento; porque á serlo, algún signo de dolor se habría notado en los semblantes.

For el contrario, se diría que la multitud se hallaba convidada para una fiesta; y si el observador se acercaba á los grupos oiría sólo imprecaciones, en escala cada vez mayor, á la memoria del difunto.

—Es un escándalo que entierren á ese perro excomulgado en lugar santo—murmuraba una vieja, santiguándose con la punta de la correa que pendía de su hábito de beata.

—Calle usted, comadre—añadía un lego del convento, mozo de cara abotargada, con un costurón de más en el jeme y algunos dientes de menos. Apuesto un rosario de quince misterios á que su patrón el demonio se ha robado ya de la caja el cuerpo de ese hereje.

—Doy fe y certifico que el dichoso capitán está ya achicharrado en el infierno—declaraba, con el estupendo aplomo de la gente de su oficio, un escribano de la Real Audiencia, sorbiendo entre palabra y palabra sendas narigadas del cucarachero.

Pero estos murmullos aislados no justifican aún lo bastante el motivo que atraía al templo á la multitud; y para que el lector no se devane el cerebro por acertarlo, le diremos brevemente que, arruinado en su salud por los excesos de la vida caprichosa, y en su fortuna, que se creía inagotable, acababa de pasar al mundo de la verdad el capitán D. Diego de Arellano, disponiendo en su testamento que se vendiese el mezquino y gastado ajuar de su casa, repartiéndose el importe entre los pobres el dia del entierro. Así, el que vivo no había dado limosna, era útil en su muerte á los mendigos.

Item más, mandaba el susodicho capitán que, al terminarse la función fúnebre y antes de ser su cuerpo conducido á la bóveda, leyese el sacer dote oficiante, en voz clara y sonora, un pliego que, cerrado y lacrado, se hallaba aquella mañana sobre el ataúd, y al que nadie osaba tocar, de miedo que despidiese algún calorcillo infernal.

Queda explicado, pues, que la afluencia del pueblo no era por recibir escasa limosna, en un entierro al que hasta las planideras (mujeres cuyo oficio era llorar por aquellos á quienes habían conocido tanto como á la ballena de Jonás) se negaron á funcionar, sino por la curiosidad de saber el contenido del pliego.