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Dios un momento préstanos sus verdes pabellones,
Sus murmurantes aguas, su firmamento azul
Para poner en ellos con nuestros corazones
La fiesta de delicia de nuestra juventud;

Y luégo nos los quita. — Sopla la antorcha bella,
Y la encantada gruta sólo es tinieblas ya,
Y dice al blando césped : desvaneced su huella;
Y dice al eco amigo: sus nombres olvidad.

¡Bien! olvidad nos, ioh árboles, oh lagos transparentes!
Cundid, yerbas, abrojos, do nuestros pasos van....!
¡Cantad parleras aves; reíd, alegres fuentes!....
¡Esos que ya olvidasteis nunca os olvidarán!

¡Jamás! que sois la sombra del ángel que lloramos;
Oasis que en su Sahara el mísero encontró;
¡Rincón de los adioses, que ayer santificamos
Gimiendo, y apretándonos las manos, ella y yo!

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Bien sé que con los años nos huyen las pasiones,
Y cada cual su máscara se lleva o su puñal,
Como un revuelto enjambre de errantes histriones
Que al transmontar la cumbre despareciendo van.

Mas tú, ¡oh Amor! no mueres. Fiel, indeleble, santo,
Tu imperio — tea o antorcha — no reconoce fin;
Tuya es nuestra ventura; más tuyo nuestro llanto:
Y si una vez te odiamos, te bendecimos mil.

Cuando abrumado al tedio la frente el hombre inclina
Y la hostigosa nada de su existencia ve —
Perdida, —sin objeto; sarcófago en ruina
De disipados sueños y acribillada fe;

Desciende el alma al fondo del corazón, y lo halla
De hielo y de tinieblas amortajado ya,
Y allí, cual los cadáveres de un campo de batalla,
Sus muertas ilusiones reconociendo va;

Prosigue; y do no alcanza la duda, la ironía,
En un recodo lóbrego, so un velo de dolor,
Encuentra un algo que arde, que late todavía,
Y eso eres tú, isagrada memoria del amor!