ble correctivo que ha de ponerse á aquella desapoderada tendencia, sino en la Introducción de otro libro, de distinta especie, amén de raro—la traducción de Píndaro (1798) por el presbítero Berguizas.[1]
En el prólogo de las obras de Horacio (1S30), traducidas por Burgos, edición que en el estado de postración en que se hallaban las humanidades constituye un acontecimiento extraordinario por la reproducción inteligente del texto latino, por los excelentes comentarios y por la seria labor que supone la versión métrica completa en verso, recomienda el traductor, más, desgraciadamente, con la doctrina que con el ejemplo, la fidelidad y propiedad en la traslación de los epítetos intencionados.
Castillo y Ayensa, en los preliminares de su limpia y elegante edición de Anacreonte, Tirteo y Safo (1830), que contiene el texto griego, y doble versión poética y prosaica (la cual, con el comentario, forma una traduc-
- ↑ Aunque no es mi ánimo hablar aquí de la versión de los libros sagrados, que se rige por método y reglas especiales, no debo omitir que tanto Scío en la traducción de la Biblia que hizo por orden de Carlos IV, como Torres Amat en la suya, inmediatamente posterior, comenzada en 1808 y publicada por los años de 1826, consignaron en Discursos preliminares juiciosas observaciones muy dignas de tenerse en cuenta. Scío, apegado á la letra de la Vulgata, en ocasiones con exceso, conserva bien en lo general la gravedad y vetustez del estilo bíblico, que Torres Amat, por amor á la claridad, propende á modernizar talvez más de lo justo. La verdad es que á las veces un solo versículo, una frase, una palabra del texto sagrado, contiene un problema múltiple, teológico, exegético y filológico.