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Sófocles

¡Oh voz de Atena, de aquella de todas las Diosas que me es más querida! ¡Aunque permaneces invisible, tu palabra penetra en mis oídos y resuena en mi espíritu, tal como el sonido estrepitoso de la trompeta de bronce de los tirrenos! Y, ahora, has comprendido bien que rondaba en torno á ese enemigo, Ayax, el que lleva el escudo; porque es él mismo, y no otro, el que vengo espiando hace mucho tiempo. Esta noche, ha cometido contra nosotros una acción perversa que no hemos visto; si es que la ha cometido, sin embargo, porque no sabemos nada de seguro, y andamos vagando inciertos. Por eso me he impuesto la tarea de hacer averiguaciones. Hemos encontrado todo el ganado del botín muerto y degollado por una mano desconocida, juntamente con los guardianes del rebaño. Todos acusan á Ayax de esta acción; y uno de los guardas me ha referido y afirmado que le había visto marchando solo á grandes pasos á través del llano, empuñando una espada recién teñida en sangre. He seguido al punto sus huellas y he aquí que encuentro algunas indudables y otras con las que me hallo turbado, y no sé quién me dará una certidumbre. Así es que vienes á tiempo, porque, para las cosas pasadas y para las futuras, me veo conducido por ti.

Sabía esto, Odiseo, y me he puesto en camino hace largo tiempo para protegerte y favorecer tu caza.

Querida dueña, ¿me he tomado un trabajo que no será inútil?

¡Ciertamente! porque él es quien ha hecho eso.

¿En virtud de qué demencia furiosa ha obrado así?

Lleno de furor de que le hayan sido negadas las armas de Aquileo.