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Al pasar cerca de una cuerda divisó varias marmitas que parecían corazas. Vitelio fué a verlas.

Luego exigió que le abrieran las habitaciones subterráneas de la fortaleza.

Estaban talladas en las rocas, en altas bóvedas, con pilares de distancia en distancia. La primera guardaba armaduras viejas; pero la segunda rebosaba de lanzas que alargaban todas sus puntas, emergiendo de un ramillete de plumas. La tercera parecía tapizada de estera de cañas, tan juntas estaban las finísimas flechas, colocadas perpendicularmente unas al lado de otras.

Hojas de cimitarra cubrían las paredes de la cuarta. En medio de la quinta, las hileras de cascos, con sus crestas, figuraban un batailón de serpientes rojas. No se veía en la sexta más que carcajs; en la séptíma, enémides; en la octava, brazaletes; en las siguientes, horcas, garfios, escalas, cuerdas, hasta maderos para las catapultas, ¡hasta cascabeles para el petral de los dromedarios!, y como la montaña iba ensanchándose hacia su base, agujereada por dentro como un panal de abejas, por debajo de aquellas habitaciones había otras más numerosas y todavía más profundas.

Vitelio, Fineas, su intérprete y Sisenna, jefe de los publicanos, las recorrieron a la luz de las antorchas que llevaban tres eunucos.

Entre la sombra aparecían cosas terribles inventadas por los bárbaros: rompecabezas guarnecidos de clavos, dardos envenenados, tenazas De ce