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Felicidad la lloró como no se llora a los amos. Eso de que la señora muriese antes que ella, perturbaba sus ideas, le parecía contrario al orden de las cosas, inadmisible y monstruoso.

Diez días después—el tiempo preciso para llegar de Besançon—comparecieron los herederos. La nuera revolvió los cajones, escogió muebles, vendió otros y en seguida se volvieron al registro.

El butacón de la señora, su velador, su braserillo, las ocho sillas, ¡todo se lo llevaron! El sitio de los grabados se dibujaba entre ventana y ventana por rectángulos amarillos. Se llevaron las dos cunitas, con sus colchones, y en la alacena no quedaba ya nada de todas las cosas de Virginia. Felicidad iba de un piso a otro, borracha de tristeza.

Al día siguiente pusieron en la puerta un cartel, y el boticario la gritó al ofde que la casa estaba en venta.

Vaciló sobre sus piernas y tuvo que sentarse.

Lo que la desolaba más que todo era abandonar su cuarto, tan cómodo para el pobre Lulú. Envolviéndole en una mirada de angustia, imploró al Espíritu Santo, y contrajo el hábito idólatra de rezar sus oraciones arrodillada delante del papagayo. Alguna vez el sol, entrando por la claraboya, hería en el círculo de cristal y hacia brotar un gran rayo luminoso que la sumergía en éxtasis.

Su ama la había legado una renta de trescien-