cias, y le alarmó lo mismo que a Enrique. Sólo que Pedro era de más recio corazón. Y por los mismos pasos contados llegó a proponerle lo de la fuga.
—Mira, Julia—le dijo Pedro—, yo no me opongo a que nos fuguemos; es más, estoy encantado con ello, ¡figúrate tú! Pero, y después que nos hayamos fugado, ¿adónde vamos, qué hacemos?
—¡Eso se verá!
—¡No; eso se verá, no! Hay que verlo ahora. Yo, hoy por hoy, y durante algún tiempo, no tengo de qué mantenerte; en mi casa sé que no nos admitirían; ¡y en cuanto a tu padre...! De modo que, dime, ¿qué hacemos después de la fuga?
—Qué? ¿No vas a volverte atrás?
—¿Qué hacemos?
—No vas a acobardarte?
—¿Qué hacemos, di?
—Pues... [suicidarnos!
—¡Tú estás loca, Julia!
—Loca, sí; loca de desesperación, loca de asco, loca de horror a este padre que me quiere vender... Y si tú estuvieses loco, loco de amor por mí, te suicidarias conmigo.
—Pero advierte, Julia, que tú quieres que esté loco de amor por ti para suicidarme contigo, y no dices que te suicidarás conmigo por estar loca de amor por mi, sino loca de asco a tu padre y a tu casa. ¡No es lo mismo!