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Miguel de Unamuno

¡Ah! ¡Qué bien discurres! ¡El amor no discurre!

Y rompieron también sus relaciones. Y Julia se decía: «Tampoco éste me quería a mí, tampoco éste. Se enamoran de mi hermosura, no de mí. ¡Yo doy cartell Y lloraba amargamente.

—Ves, hija mía—le dijo su madre—; no lo decia?

¡Ya va otro!

—E irán cien, mamá; ciento, sí, hasta que encuentre el mío, el que me liberte de vosotros. ¡Querer venderme!

—Eso diseio a tu padre.

Y se fuć doña Anacleta a llorar a su cuarto, a solas.

—Mira, hija mia—le dijo, al fin, a Julia su padre—, he dejado pasar eso de tus dos novios, y no he tomado las medidas que debiera; pero te advierto que no voy a tolerar más tonterías de ésas. Conque ya lo sabes.

—¡Pues hay más!—exclamó la hija con amarga sorna y mirando a los ojos de su padre en son de desafio.

—¿Y qué hay?—preguntó éste, amenazador.

—Hay... ¡que me ha salido otro novio!

—¿Otro? ¿Quién?

—¿Quién? ¿A que no aciertas quién?

—Vamos, no te burles, y acaba, que me estás haciendo perder la paciencia.

—Pues nada menos que don Alberto Menéndez de Cabuérniga.

—¡Qué barbaridad!—exclamó la madre.