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Miguel de Unamuno

dre, que es nada menos que todo un hombre, pues el novio sale con doble ganancia.

—Calla, calla, calla!

La pobre Julia se echó a llorar.

—Yo creí—concluyó Alejandro—que el campo te había curado la neurastenia. ¡Cuidado con empeorar!

A los dos días de esto volvíanse a la corte.

Y Julia volvió a sus congojas, y el conde de Bordaviella a sus visitas, aunque con más cautela. Y ya fué ella, Julia, la que, exasperada, empezó a prestar oídos a las venenosas insinuaciones del amigo, pero sobre todo a hacer ostentación de la amistad ante su marido, que alguna vez se limitaba a decir: «Habrá que volver al campo y someterte a tratamiento.» Un día, en el colmo de la exasperación, asaltó Julia a su marido, diciéndole:

un hombre!

Tú no ere un hombre, Alejandro, no, no eres ¿Quién, yo?¿Y por qué?

—¡No, no eres un hombre, no lo eres!

—Explicate.

—Ya sé que no me quieres, que no te importa de mí nada, que no soy para ti ni la madre de tu hijo;,