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Miguel de Unamuno

tr cogida intensidad acerba. El matrimonio salía muy poco de su cuarto, en el que retenía Carolina a Tristán.

Y en tanto, el marquesito quedaba a merced de los criados y de un preceptor que iba a diario a enseñarle las primeras letras, y del penitenciario, que se cuidaba de educarle en religión.

Reanudóse la partida de tresillo; pero durante ella, Carolina, sentada junto a su marido, seguía las jugadas de éste y le guiaba en ellas. Y todos notaban que no hacía sino buscar ocasión de ponerle la mano sobre la mano, y que de continuo estaba apoyándose en su brazo. Y al ir a dar las diez, le decía: «¡Tristán, ya es hora!» Y de casa no salía él sino con ella, que se le dejaba casi colgar del brazo y que iba barriendo la calle con una mirada de desafio.

El embarazo de Carolina fué penosísimo. Y parecía no desear al que iba a venir. Cuando hubo nacido, ni quiso verlo. Y al decirle que era una niña, que nació desmedrada y enteca, se limitó a contestar secamente:

«¡Si, nuestro castigol» Y cuando poco después la pobre criatura empezó a morir, dijo la madre: «Para la vida que hubiese llevado...» —Tú estás así muy solo—le dijo años después un