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la celebración de la augusta ceremonia que allí nos congregaba.

Después que se acabó todo, que los padres repartieron sus bendiciones, se deshizo el altar, se arrancaron los ponchos y mantas, y la capilla volvió á quedar convertida en lo que era, en un miserable rancho.

Se guardaron los ornamentos, se puso el baúl en mi rancho, y en seguida nos fuimos con los franciscanos á darle las gracias á Mariano Rosas.

Estaba lleno de visitas y almorzaban. Cada cual tenía delante de sí un plato de abundante puchero con choclos y zapallo.

El cacique nos recibió como siempre, cortésmente, se puso de pie, nos dió la mano, hizo que nos sentáramos y nos presentó á todos los circunstantes.

Estaba ocupado en algo muy grave.

Preparaba los ánimos para la gran junta que debía tener lugar, para que se vea que entre los indios, io mismo que entre los cristianos, el éxito de los negocios de Estado es siempre dudoso, si no se recurre á la tarea de la persuasión previa.

Los franciscanos se retiraron y me dejaron solo.

Mariano Rosas hablaba unas veces en general, otras en particular; su palabra es fácil, calculada é insinuante; generalmente sus discursos eran templados, pero a veces se exaltaba levantando la voz, fijando su mirada en el indio á quien le contestaba, y accionando con los brazos, contra costumbre.

Me trajeron de comer y comí.

La conferencia iba larga.

Me retiré, pues, conviniendo en que más tarde fijaríamos el día de la junta.

Yo quería saberlo con alguna anticipación, porque me proponía pasar hasta las tierras de Baigorrita.

Dormí una buena siesta.