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Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/30

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El capitán Rivadavia me hizo interrumpirla.

Mariano Rosas se había quedado solo, estaba en la enramada y me invitaba á pasar á ella.

Acudí á su llamado.

Entrábamos en materia cuando el negro del acordeón haciendo cabriolas y dándole duro á su instrumento, salió del toldo.

Aquel diablo me hacía el efecto de un gettatore.

Pero allí no había más remedio que aguantarle.

Ya he dicho que el dueño de casa gozaba inmensamente con él.

Mientras el negro estuvo ahí, fué excusado hablar de cosas serias.

El Cacique no estaba sino para bromas.

Me hizo una larga serie de preguntas, referentes todas á Buenos Aires y á la familia de Rosas. Sus recuerdos eran indelebles.

Me parecía que su objeto se reducía á cerciorarse e si efectivamente yo era sobrino del Dictador, cuyo retrato me pidió diciéndome que era el único que no tenía en su colección.

Y efectivamente así era.

Díjole al negro que trajera los retratos.

Entró éste al toldo y volvió con una cajita de cartón muy sucia, en la que había una porción de fotografías, la de Urquiza, la de Mitre, la de Juan Saa, la del general Pedernera, la de Juan Pablo López, la de Varela, el caudillo catamarqueño, y otras.

Devolvióle al negro la cajita para que la pusiera en su lugar.

El favorito la llevó, y felizmente se quedó en el toldo.

Entramos en materia.

Todo estaba arreglado con los notables del desierto.