— 58 Todos me saludaron, lo mismo que á mi gente, con respeto y cariño.
El toldo de Baigorrita no tenía nada de particular.
Era más chico que el de Mariano Rosas, y estaba desmantelado.
Entramos en él. Mi compadre no brillaba por el aseo de su casa. En su toldo había de cuanto Dios crió, ruchos ratones, chinches, pulgas y algo peor.
A ada rato sorprendía yo en mi ropa algún animalito imprudente que, hambriento, buscaba sangre que chupar. Para un soldado esto no es novedad. Los tomaba y con todo disimulo los pulverizaba.
Tuvimos una conferencia larga y pesada. Mi compadre me presentó á sus principales capitanejos y á varios indios viejos, importantes por la experiencia de sus consejos.
Les regalé sobre tablas algunas bagatelas. A mi compadre le di mi revólver de seis tiros, unas camisas de crimea, calzoncillos y medias. A mi ahijado, des cóndores de oro.
Los franciscanos y mis ayudantes hicieron también sus regalitos. La recepción había sido tan sencilla y cordial, que todos habían simpatizado con aquella indiada.
Después que los saludos y presentaciones oficiales pasaron, vino la conversación salpicada de dichos y agudezas.
Un indio, que por lo menos tendría sesenta años, muy jovial y chistoso, grande amigo de Pichún, el finado padre de Baigorrita, muy querido y respetado de éste, viendo mis manos cubiertas con algo de que él no tenía idea, me preguntó en buen castellano:
—¿ Qué es eso, ché?
Eran mis gruesos guantes de castor, prenda que yo