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estimaba mucho, porque tengo la debilidad de cuidarme demasiado quizá las manos.

Me vi embarazado momentáneamente para contestar.

—Si decía guantes, ne iba á entender tanto como si dijera matraca.

Rumiando la respuesta, le contesté.

—Son las botas de las manos.

Los ojos del indio brillaron como si hubiera hecho un descubrimiento, y agregó:

—Cosa linda, guena.

Y esto diciendo, me agarró las dos manos con las sayas.

Retiré una, desabroché el guante y ayudándole á tirar me lo saqué.

El indio se lo puso en el acto.

Hice lo mismo con el otro y se lo di.

También se lo puso, tenía las manos más chicas que yo, así es que le hacían el efecto de un par de manoplas, de esas que suelen verse colgadas en las vidrieras de las armerías.

El indio parecía un mono. Abría los dedos y se miraba las manos encantado.

Le dejé gozar un rato, y cuando me pareció que había estado bastante tiempo en posesión de mis guantes, se los pedí para ponérmelos.

—Eso no dando—me contestó.

La jugada no estaba en mis libros. Perder mis guantes equivalía á estropearme las manos, sin remisión.

—Te los compro—le dije, viendo que cerraba los puños como para asegurar mejor su presa.

Hizo un movimiento negativo con la cabeza.

Metí la mano al bolsillo, saqué una libra esterlina y se la ofrecí, creyendo picar su codicia.

Tomóla; pero no me dió los guantes.

—Dame las botas de las manos—le dije.

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