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Tres fogones ardían.

Alrededor de ellos las chinas y las cautivas preparaban el almuerzo, que consistía en puchero y asado Nos sentamos quedando mi compadre enfrente de mí.

Empezaron á entrar visitas, se colocaron en dos filas y la charla no se hizo esperar.

Eran todas personas de importancia.

No siendo Juan de Dios San Martín bastante buen lenguaraz, mandaron llamar otro cristiano, hombre de la entera confianza de Baigorrita.

Era necesario que todos los circunstantes se enterasen perfectamente bien de mis razones.

Vino Juancito, que así se llamaba el perito, y se colocó entre mi compadre y yo, dando la espalda á la entrada del toldo.

Era un zambo motoso, de siete pies de alto, gordo como un pavo cebado.

Su traje consistía en un simple chiripá de jerga pampa.

En su fisonomía estaban grabados con caracteres inequívocos los instintos animales más groseros. Todas sus facciones eran deformes, y á la manera de los indios, se había arrancado con pinzas los pelos de la cara, pintado los pómulos y los labios. Su mirada era chispeante, pero no revelaba ferocidad.

Le dije mis primeras razones, intentó traducirlas.

No pudo, sus oídos no habían jamás escuchado un lenguaje tan culto como el mío. Y eso que yo me esforzaba siempre en expresarme con toda sencillez. No entendía jota.

Al transmitirle á mi compadre Baigorrita mis razones, Camargo y Juan de Dios San Martín, le decían:

—El Coronel no ha dicho eso.

Las visitas, impacientadas, gruñían contra el zam-