Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo II (1909).djvu/71

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bo. El, avergonzado y turbado de su imbecilidad, sudaba la gota gorda. Su cara y su pelo traspiraban como si estuviera en un baño ruso, despidiendo un olor grasiento peculiar que volteaba.

Cuando su confusión llegó hasta el punto de sellarle los labios, cayó en una especie de furor concentrado.

Levantóse de improviso, y diciendo: «Me voy, ya no sirvo», se marchó.

Nadie hizo la menor observación.

La conversación continuó, haciendo de intérpretes los otros lenguaraces.

Las mujeres de mi compadre, las chinas y cautivas se pusieron en movimiento, y el almuerzo vinɔ.

A cada cual le tocó, lo mismo que en el toldo de Mariano Rosas, un enorme plato de madera con carne cocida, caldo, zapallos y choclos.

Yo, ya estaba en mi centro.

Comí sans façón.

Tomaba las posturas que me cuadraban mejor, y calculando que lo que iba á hacer produciría buen efecto en el dueño de la casa y en los convidados, me quité las botas y las medias, saqué el puñal que llevaba á la cintura y me puse á cortar las uñas de los pies, ni más ni menos que si hubiera estado solo en mi cuarto, haciendo la policía matutina.

Mi compadre y los convidados estaban encantados.

Aquel coronel cristiano parecía un indio. ¿Qué ás podían ellos desear? Yo iba á ellos. Me les asimilaba.

Era la conquista de la barbarie sobre la civilización.

El Lucius Victorius, imperator, del sueño que tuve en Leubucó la noche en que Mariano Rosas me hizo beber un cuerno de aguardiente, estaba allí transfigurado.

Cuando acabé la operación de cortarme las uñas de los pies, me limpié las de las manos, y para completar la comedia me escarbé los dientes con el puñal.