Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/122

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· 118 Un latigazo aplicado á mi rostro por el gajo de in espinillo, en cuyas espinas quedó enganchado mi sombrero obligándome á detenerme, me sacó del fantástico fantaseo en que me sumía la somnolencia producida por la monotonía de la marcha..

Varios soldados me seguían de cerca conversando.

Parece que hacía rato se contaban por turno sus aventuras. El que hablaba cuando mi atención se fijó en el grupo, decía así:

—Pues, amigo, á mí me echaron á las tropas de línea sin razón.

—¡Cuándo no !—le dije,—ya saliste con una de las tuyas. Nunca hay razón para castigarlos á ustedes.

—Sí, mi Coronel—repuso,—créame.

—¿Cómo fué eso?

—Yo tenía un amigo muy diablo á quien quería mucho, y á quien le contaba todo lo que me pasaba.

Se llamaba Antonio.

Al mismo tiempo tenía amores con una muchacha de Renca, que me quería bastante, cuyo padre era rico y se oponía á que la visitara.

Mi intención era buena.

Yo me habría casado con la Petrona, ese era su nombre.

Pero no basta que el hombre tenga buena intención si no tiene suerte, si es pobre.

Tanto y tanto nos apuraba el amor, que al fin resolvimos irnos para Mendoza, casarnos allí, y volver después cuando Dios quisiera.

En eso andábamos, viéndonos de paso con mucha dificultad; porque siempre nos espiaban los padres y el juez, que era viudo y medio viejo, que quería casarse con la Petrona, y cuya hija menor tenía tratos con Antonio, de quien era muy enemigo; siempre lo amenazaba con que lo había de hacer veterano.