— 148— disimulando que conocía las desconfianzas de Ramón, y encontrando muy natural todo lo que hasta entonces había pasado.
El embajador partió de nuevo, y Bustos y yo seguimos conversando, dándome mala espina el que á cada rato me dijera, como queriendo justificar el extraño proceder de Ramón, que con toda astucia y disimulo me retenía en el camino :
—No tenga miedo, amigo.
—No, no hay cuidado, contestaba yo.
Y bajo la influencia de estas admoniciones, comencé á engendrar sospechas, inclinándome á creer que había andado muy ligero al hacerine la idea de que el hombre había simpatizado conmigo.
Estábamos platicando, habiéndome dicho que había nacido en el antiguo Fuerte Federación, hoy Villa de Junín, que su madre fué india y su padre un vecino de Rojas, de apellido Bustos, que en un tiempo fué comandante de Guardia Nacional. Mi comitiva, asediada por los indios, que pedían cuanto sus ojos veían, repartía cigarros, hierba, fósforos, pañuelos, camisas, calzoncillos, corbatas, todo lo que cada uno llevaba encima y le era menos indispensable. De repente, sintióse un tropel, y envueltos en remolinos de polvo, llegaron unos treinta indios, sujetando los caballos tan encima de mí, que si hubieran dado un paso más me habrían pisoteado.
Bustos no pudo prescindir de gritarles: ¡Eeeeeh !
Yo, sin moverme del sitio en que estaba ni cambiar de postura, fruncí el ceño y clavé la mirada en el que venía haciendo cabeza, que encarándoseme y llevando la mano derecha al corazón, me dijo:
—¡Ese soy Caniupán! ¡ Capitanejo Mariano Rosas!
(y volviendo á señalarse á sí propio) ¡ Ese indio guapo!