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fogón y ví un indio rotoso, sin sombrero, tiritando de frío, acurrucado como un mono al lado de la bolsa en que Carmen tenía el azúcar, chupándose los dedos de la mano derecha y metiendo la izquierda con disimulo en aquélla.

—¿Cómo va, hermano?—le dije.

—Bueno, hermano—contestó fingiendo un estremecimiento, y añadió, llevando un puñado de azúcar á la boca:

—Mucho frío ese pobre indio.

Le hice dar un poncho calamaco que llevaba entre mis caronas.

Continué conversando, y supe que había pasado la mayor parte de la noche cerca de nosotros; que su toldo estaba inmediato; que cuando había vuelto á él, el día antes, después de haber andado con la gente de Ramón, se había encontrado sin su familia, la que junto con otras andaba huyendo por los montes, porque decían que los cristianos traían un gran malón; que el indio Blanco que había llegado de Chile al mismo tiempo que yo, era el autor de la mala nueva; que todos estaban muy alarmados; que habían mandado tres grandes descubiertas para el Norte, para el Naciente y para el Poniente, por los caminos del Cuero, del Bagual y de las Tres Lagunas, cada una de cincuenta hombres, y que la alarma duraría hasta que no viniese el parte sin novedad.

Era la confirmación de mis conjeturas.

—Quién sabe lo que va á suceder—decía yo para mis adentros, si las tales descubiertas avanzan demasiad sobre las fronteras de San Luis, Córdoba y Sur de Santa Fe. Nada de extraño tiene que las sientan, que las tomen por una invasión, que las fuerzas se muevan y salgan al Sur, y que los descubridores traigan ua parte falso.

UNA EXCURSIÓN 11.—TOMO I