Los franciscanos nie sacaron de estas reflexiones dándome los buenos días, y sentándose en la rueda del fogón que convidaba con sus hermosas brasas.
Después de los padres se levantaron y ocuparon su puesto los oficiales, y la conversación se hizo general, ponderando todos sin excepción alguna, lo bien que habían dormido.
Los padres no necesitaban jurarlo.
El indio era muy ladino; nos entretuvo un rato contándonos una porción de historias; entre ellas nos habló de un pariente suyo que había vivido sin cabeza; de unos indios que diz que vivían en tierras muy lejanas, que se alimentaban con sólo el vapor del puchero; de otros que corren tan ligero como los avestruces, que tienen las pantorrillas adelante pretendiendo hacernos creer que todo cuanto decía era verdad.
Yo no sé si él lo creía, pero parecía creerlo.
Varias veces le pregunté si él había visto esas cosas.
Me contestó que no, que su padre se las había contado.
Por supuesto, que éste tampoco las había visto; se las había contado el abuelo de nuestro interlocutor.
¡Pero, qué tenía de extraño que un pobre indio creyese tales patrañas, cuando uno de mis ayudantes, el mayor Lemlenyi, creía, porque se lo había contai no sé qué chusco, que en Patagones hay unos indius que tienen el rabo como de una cuarta, cuyos indios antes de sentarse en el suelo, hacen un pocito con el dedo, ó con el mismo rabo, para meterlo en él, y estar con más comodidad ?
Las creederas de la humanidad suelen tener unas proporciones admirables.
Todo cabe dentro de ellas—la verdad lo mismo que la mentira.
Si me apurasen mucho, demostraría que es más común creer en la mentira que en la verdad.