caballos, les invité á sentarse y entramos en conversación.
Al caer la tarde, les pregunté si venían con intención de pasar la noche conmigo; me contestaron que sí, si no incomodaban.
Mandé que desensillaran los caballos, se puso en el asador el cordero de Crisóstomo, y mientras se asaba, le pegamos al mate y al cominillo de los franciscanos.
Anochecía cuando llegó un enviado de Mariano Rosas con el mensaje consabido: ¿cómo está, cómo le va, no se han perdido caballos?
Contesté que no había habido novedad, y despedí al embajador lo más pronto que pude, sin invitarle á que se apeara.
A Crisóstomo, le rogué que pasara la noche conmigo ; tenía mis razones para querer conversar á solas con él.
Se quedó.
Nos sentamos alrededor del fogón, cenamos hasta saciarnos con choclos, que me parecieron bocado de cardenal, charlamos mucho, y, cuando ya fué tarde, tendimos las camas y como en los buenos viejos tiempos de los patriarcas, nos acostamos todos juntos, por decirlo así, teniendo por cortinas el limpio y azulado cielo coronado de luces.
No hubo ninguna novedad. Dormimos á las mil maravillas. El hombre es un animal de costumbres.
Conviene prevenir por la malicia del lector, que los franciscanos, según estaba acordado, hicieron sus camas al lado de la mía.