levanté de la rueda del fogón; paseándo ne de arriba abajo exclamaba á cada rato:
—¡Pícaros! ¡ ladrones!—rellenando estas palabras con imprecaciones por el estilo de esta: ¡Ojalá me hagan algo á mí, para que se los lleve el diablo!
Los indios, sin excepción alguna, me oían fulminar rayos y centellas contra ellos, sin decir una palabra, sin moverse siquiera de su lugar.
Sólo cuando parecí calmado,—Villarreal medio entre San Juan y Mendoza, valiéndome de la metáfora de la tierra, se levantó y viniendo á mí con paso vacilante y aire receloso, me dijo:
—Tenga paciencia, mi Coronel.
—¿Qué paciencia quiere que tenga con esta canalla —le contesté.
Siguió rogándome que me calmara, y yo contestando, y, después de escucharle una larga explicación so bre cómo eran los indios, la diferencia que había entre uno trabajador y uno ladrón, nos quedamos muy amigos.
Hecha la comedia pedí más aguardiente, y volví á convidar á los indios del fogón.
Por supuesto que la señora Villarreal y su hermana no dejaron de dirigirme algunas exhortaciones amables, que finalizaban todas con esta frase: tenga paciencia, señor.
Viendo que los huéspedes se iban caldeando, creí oportuno hacer cesar las libaciones.
—Dando, dando más, Coronel—me decían varios á la vez, ya caldeados, queriendo rematar.
No hubo tutía.
Viéndome firme, fueron despejando el campo uno tras de otro.
Villarreal y sus chinas ni pidieron los caballos para retirarse.