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y viendo una nube que transparentaba diversos colores, avanzar sobre nosotros.

Coronamos el dorso de un médano y distinguimos claramente un grupo como de cincuenta jinetes.

—Ese son, poquito galope—dijo Caniupán recogiendo su caballo.

—Bueno, amigo—le contesté, igualando mi caballo con el suyo.

Así seguimos un momento, hasta que hallándonos como á seiscientos metros:

—¡Ese son hermano, topando!—dijo Caniupán y se lanzó violento.

Le seguí y mi gente me imitó.

Los franciscanos no se quedaron atrás.

Yo no sé cómo hicieron, pero el hecho es que llegaron juntos conmigo hasta el punto en que diciendo y haciendo, Caniupán gritó:

—¡Parando, hermano!

Los dos grupos, el que iba y el que venía, sujetamos al mismo tiempo, quedando como á veinte pasos uno de otro.

Del que venía salió un indio.

Del nuestro salió otro.

Se colocaron equidistantes de sus respectivos grupos y mirando el uno para el Norte y el otro para el Sur, tomó la palabra el que venía de Leubucó.

¿Cuánto tiempo habló?

Hablaría seguido, sin interrupción alguna, sin tragar la saliva, como cinco minutos.

¿ Qué dijo?

Lo sabremos después.

Le contestó el otro en la misma forma y modo.

¿ Qué dijo?

Lo sabremos también después.

Tres preguntas y respuestas se hicieron.