Página:Una excursión a los indios ranqueles - Tomo I (1909).djvu/228

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soportable la imprevista antesala que me obligaron á hacer.

Yo disimulaba mal, sin duda, mi destemplado hu mor, porque todos á una, los que parecían más racionales y conocedores de los usos y costumbres de los indios, me decían:—Tenga paciencia, señor; así es esta tierra; el general es buen hombre, lo quiere recibir en forma.

No había más recurso que esperar, hasta que se acabaran los preparativos. Aquello iba á estar espléndido, según el tiempo que se empleaba en los arreglos. Ni la pirámide de la plaza de la Victoria, cuando se viste de gala, gastando más en traje de lienzo y cartón que en un forro de mármol eterno, emplea tanto tiempo en adornarse, como todo un cacique de las tribus ranquelinas.

Me daban una lección sobre el ceremonial decretado para mi recepción, cuando llegó un indiecito muy apuesto, cargado de prendas de plata y montando un flete en regla.

Le seguía una pequeña escolta.

Era el hijo mayor de Mariano Rosas, que por orden de su padre venía á recibirme y saludarme.

La salutación consistió en un rosario de preguntastodas referentes á lo que ya sabemos, al estado fisiológico de mi persona, á los caballos y novedades de la marcha.

A todo contesté políticamente, con la sonrisa en los labios y una tempestad de impaciencia en el corazón.

Esta vez, á más de las preguntas indicadas, me hicieron otra que cuántos hombres me acompañaban y qué armas llevaba.

Satisfice cumplidamente la curiosidad.

Ya sabe el lector cuántos éramos al llegar á las tierras de Ramón.