la multitud, otras veces, cumplir con los deberes oficiales y sociales de la buena crianza y cortesía.
Esta vez el cacique mayor, los caciques secundarios, los capitanejos, los indios de importancia—como se estila en Tierra Adentro,—querían verme un rato de cerca, antes de que echara pie á tierra, estudiar mi fisonomía, mi mirada, mi aire, mi aspecto; asegurarse, por ciertas razones fundamentales, de mis intenciones, leyendo en mi rostro lo que llevaba oculto en los repliegues del corazón.
Y querían hacer esto, no sólo conmigo, sino con todos los que me acompañaban, inclusive los dos reverendos franciscanos, santos varones, incapaces de arrancarle las alas á una mosca.
En medio de su disimulo y malicia genial y estudiada, los salvajes y los pueblos atrasados en civilización tienen siempre algo de candorosos.
Ellos creen cosa muy fácil engañar al extranjero.
El orgullo de la ignorancia se traduce constantemente, empezando por creer que se sabe más que el prógimo.
La ignorancia tomada individual ó colectivament es la misma en sus manifestaciones—falsamente orgullosa y osada.
Mariano Rosas creyó engañarme.
Estábamos al habla, con tal de esforzar un poco la voz, y siguiendo el plan conocido me destacó un embajador.
Ni una palabra de mi lengua entendía éste.
Era calculado.
Se buscaba que sin apelación me valiera del lenguaraz hasta para contestar sí, ó no.
Así duraba más tiempo la exposición de mi persona y séquito— se nos examinaba prolijamente.
Y mientras se nos examinaba, las viejas brujas, en