hombre extraño, de sangre y color que no fuera india, —creían en los vaticinios de las brujas.
Pero ya lo he dicho. Mariano Rosas, que á fuer de cacique principal sabía más que todos, no participaba de sus opiniones.
Se les previno, pues, á las brujas, que estudiasen mejor el curso del sol, la carrera de las nubes, el color del cielo, el vuelo de las aves, el jugo de las hierbas amargas que masticaban, los zahumerios de bosta que hacían: porque el cacique, que veía otra cosa, quería estrecharme la mano, y abrazarme convencido de que gualicho no andaba conmigo, de que yo era el coronel Mansilla en cuerpo y alma.
Mariano Rosas estaba formado en ala, frente á mí, como á unos cincuenta pasos. A su izquierda tenía á Epumer, su hermano mayor, su general en campaña.
Por un voto solemne, aquél no se mueve jamás de su tieria, no puede invadir, ni salir á tierra de cristianos.
Después de Epumer, seguían los capitanejos Relmo, Cayupán, otros más, y entre éstos Melideo, que quiere decir cuatro ratones, de meli, cuatro, y deo, ratón.
Es costumbre entre ranqueles ponerse nombre así, y nótese que digo nombres, no apodos ni sobrenombres. El uno se llama como dejo dicho,—el otro se llamará «cuatro ojos», éste «cuero de tigre», aquél «cabeza de buey», y así.
En seguida de los capitanejos, ocupaban sus puestos varios indios de importancia, luego algunas chusmas y por fin algunos cristianos de la gente de un titulado coronel Ayala que fué de Saa, extraviado político, pero que no es mal hombre, que me trató siempre con cariño y consideración.
Estos cristianos estaba armados de fusil y carabina, que no brillaban por cierto de limpios, y eran los que con gran apuro y dificultad hacían las salvas en ho-