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con sus adornos de papel, cartón, lienzo y engrudo, subido sobre un tablado, luchando á brazo partido, en medio de las más risueñas algazaras de una turbamulta, por cargar y levantar á nuestro cofrade Hernández, ex—redactor del Río de la Plata, cué, cuya obesidad globulosa toma diariamente proporciones alarmantes para los que, como yo, le quieren, amenazando á remontarse á las regiones etéreas ó reventar como un torpedo paraguayo, sin hacer daño á nadie; imaginaos eso, vuelvo á decir, y tendréis una idea de lo que me pasó á mí durante mi faena hercúlea con Melideo, cumpliendo con el ceremonial establecido en la tierra donde me hallaba y con las leyes del orgullo de raza y de religión que me prohibían cejar un punto, dar un paso atrás, retroceder, aflojar en lo más mínimo.

¡Ah! si aquello se hubiera concluído con el abrazɔ de Melideo.

¡Pero qué! después de Melideo vinieron otros y otros capitanejos; después de éstos varios indios de importancia; por conclusión, la chusma ranquelina y cristiana.

No se oía más que la resonación producida por la repercusión de los continuados gritos ¡¡¡ aaaaaaa !!!

Yo sudaba la gota gorda, mi voz estaba ronca como el eco de un gallo en frígida mañana de julio, mis fuerzas agotadas.

Se me figuraba que la atmósfera tenía mil grados sobre cero, que no era transparente sino densa, como para cortarla en tajadas, pesaba sobre mí como una plancha de hierrc.

No me morí de calor, de cansancio, de tanto gritar, porque Alá es grande, y nos sostiene y nos da energía física y moral cuando habemos menester de ella, ¡ tal es de bueno!

UNA EXCURSIÓN 16.—TOMO I